Carolina Villarroel y Enrique Águila se acababan de meter en la cama después del concierto cuando su casa empezó a agitarse como una batidora: cogieron a sus cuatro hijos a oscuras (la luz tardaría seis días en volver), los calzaron para que no se cortaran con los vidrios rotos que alfombraban la casa y, sorteando los muebles que les cerraban el paso, salieron a la puerta. Desde allí se veía el incendio de la Facultad de Bioquímica de la Universidad. Los depósitos de nitrógeno de los laboratorios habían comenzado a arder. A unos metros de ese edificio, el reloj de la torre que preside el campus se paró a las 3.29 de la mañana. Todavía señala la hora en la que arrancó el terremoto, de 8,8 grados en la escala de Richter. Con un pico de minuto y medio, el proceso total del movimiento sísmico se prolongó durante siete minutos, el más largo de la historia. Una marca que añadir a los 9,9 grados del seísmo de 1960, el más potente jamás registrado, ocurrido también en esta zona del país.
Se salió el mar. En el mismo minuto, los padres de Carolina estaban abandonando su casa en Penco, en la costa del Pacífico, a 11 kilómetros de Concepción. Los dos habían vivido el terremoto de 1960 y sabían que el agua siempre replica los movimientos de la tierra, por eso corrieron hacia una colina de la que no bajaron hasta cuatro horas más tarde. A esa hora empezaron a circular los coches de seguridad ciudadana pidiendo a la gente que volviera al pueblo porque todo había pasado y no había riesgo de tsunami. Mientras recogían los muebles del suelo escucharon la voz de una vecina que venía de la playa cercana gritando: "Se salió el mar". El maremoto provocó en ese pueblo 30 muertos y un caos de lodo, barcas llevadas tierra adentro y frigoríficos forrados de algas en medio de las calles.
Al otro lado de la bahía, en Talcahuano, el puerto industrial más importante del Cono Sur, murieron 90 personas y toda la industria pesada ?refinerías y siderurgia? quedó seriamente afectada. Tanto en la costa de la región del Bío Bío, cuya capital es Concepción, como en lugares de la región del Maule como Constitución, 100 kilómetros más al norte, el océano causó más muerte y destrozos que el seísmo.
El terremoto social. Enrique Águila, abogado especializado en responsabilidad civil, cuenta que en Concepción hubo cuatro seísmos: el terremoto, el maremoto, los asaltos a los supermercados y la psicosis. Del primero no avisó la tierra, del segundo no avisaron las autoridades (la Armada reconoció haber suministrado información confusa a la presidenta Michelle Bachelet, que ayer destituyó al director del Instituto Oceanográfico por no haber dado la alarma del tsunami), y de los otros dos no supieron prevenirlos los responsables regionales. No todos: la falta de luz, los motines en las cárceles y los movimientos en los barrios más conflictivos llevaron a la alcaldesa de Concepción, Jacqueline van Rysselbergue, a pedir desesperadamente que el Ejército saliera a la calle. En la noche del domingo una turba arrasó los comercios del centro llevándose alimentos, ropa y electrodomésticos. El general Guillermo Ramírez se convirtió al día siguiente en la máxima autoridad en una zona en la que desplegó hasta 7.000 soldados recibidos entre aplausos y decididos a garantizar el toque de queda durante 16 horas. Para entonces los vecinos habían organizado turnos para cortar las calles con barricadas y fogatas durante la noche. El miércoles a las 11.15 el piquete de la calle de la Victoria debatía sobre la presencia militar en las calles, algo inédito desde la dictadura de Augusto Pinochet, y un símbolo en un país en el que durante años milico era sinónimo de represión.
Lo mejor y lo peor. Fernando Villarroel, un asistente social que se refugia por las noches en la casa de su hermana pero que se pasa el día recorriendo las comunas del gran Concepción (un conglomerado de más de un millón de habitantes) dice que un terremoto saca lo mejor o lo peor de la gente. Por eso la otra cara de los saqueos es la red espontánea tejida por los vecinos para calentar agua en casa de quien tenía todavía cocina de gas, garantizar la comida de los niños, las medicinas de los enfermos o amasar pan con lo que alguien había conseguido en un barrio de mala fama. En una ciudad en la que no funcionaban los semáforos y tomada por las colas de coches en busca de gasolina y agua antes de que el toque de queda obligase a despejar las calles, el tráfico era más ordenado y bastante menos ruidoso que en Madrid o Barcelona un día laborable. Pasada la psicosis de las noches en las que algunos salieron a la calle cómicamente armados con sables, la gente supo sobreponerse incluso a la rabia provocada por la actitud de sus gobernantes, que no les avisaron de la catástrofe marina, dudaron antes de protegerles y tardaron en distribuir las canastas familiares de auxilio. A algunos barrios llegaron por primera vez el viernes. Villarroel lo resume con una de las pancartas desplegadas al otro lado del río Bío Bío: "Santiago no es Chile".
El llanto de los perros. Dice la gente de Concepción que los perros presienten el ruido subterráneo que precede a un temblor, y esta semana los perros no han parado de llorar. Cada día no menos de cinco movimientos sísmicos (el viernes hubo uno de 6,3 grados) siguen sacudiendo la maltrecha estructura de los edificios más dañados. La alcaldesa, nombrada nueva intendente, ha firmado la orden de derribo de cinco. Otros 12 esperan su turno. Algunos tenían menos de un año. A nadie se le escapa que la reciente avaricia constructora se saltó la estricta norma arquitectónica de un país que en los últimos 500 años ha sufrido 46 terremotos destructivos, es decir, de una intensidad superior a 7,5 grados. Sebastián Piñera, propietario hasta hace meses de aerolíneas, farmacias y constructoras y nuevo presidente de Chile a partir del jueves, dijo que el suyo no sería el Gobierno del terremoto sino el de la reconstrucción.
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